Las lágrimas rodaron en el andén. Ella con su suéter verde y falda gris de cuadros, la mochila en el piso. Él de mezclilla y playera blanca, mochila ligera, peinado libre. El curso pronto acabará y él pasará a la prepa si bien le va en el examen.
-Yo creo que lo mejor es que cada uno siga su camino. Con esto de la escuela ya no podré verte.
-Pero podríamos vernos el fin de semana.
-Si, pero ya no sería lo mismo.
Silencio.
Sollozo.
Tristeza.
Dolor.
-Ya dime la verdad, ¿conociste a otra?
-... No.
-A mi me contaron algo-
-Pues no.
-Mmmm...
-Ya me voy. De verdad, perdóname por esto.
-¡No te vayas!
Jaloneos.
Llanto.
Frialdad.
Huida.
Él se fue. Ella se quedó al borde de la línea amarilla viendo la oscuridad infinita del túnel, tan oscuro e interminable como su llanto y su dolor.
¿Volver a casa para recibir los gritos y golpes de mi padre? ¿Volver para sentir el silencio cómplice de mi madre? ¿Regresar mañana a la escuela a soportar la burla de los del salón y la intolerancia de los profesores?
El viento que provoca el tren que se acerca comienza a alzarle el cabello y seca una de sus lágrimas. Un punto luminoso se va agrandando con gran velocidad. El tumulto la hace poner un pie delante de la línea amarilla. Su única escapatoria a esa realidad grisácea ha dado vuelta al torniquete y asciende al exterior.
Tantas miradas, tanto contacto y a la vez tanta indiferencia. El mundo pesa entonces toneladas sobre su cabeza.
Un sólo paso decide el porvenir.
Lo cierto es que esa tarde, todo cambió para siempre.